Algo tiene de ominoso, de tétrico y quizá incluso aterrador imaginar a una persona sin rostro. Teniendo en cuenta que las relaciones cara a cara han sido la base de nuestra estabilidad emocional lo mismo como personas que como especie o civilización, alguien que tenga físicamente todo lo que debe tener a excepción de los rasgos faciales sería una especie de monstruo cuyo terror no se deberá, como sucede en los relatos fantásticos à la Lovecraft, a su increíble lejanía fisonómica con respecto al ser humano, sino a su semejanza en todo detalle excepto por la cara, un vacío que quizá tenderíamos a llenar con nuestros más secretos pavores. Un ensayo de esta tesis podría realizarse con la secuencia fotográfica del francés Quentin Arnaud, quien ha elaborado una serie de 15 imágenes a la que tituló Shape, Forma. En esta la constante es una cabeza humana tomada de frente, no más allá del cuello y con un acercamiento que, en otras condiciones, permitiría apreciar los detalles faciales de la persona fotografiada. Sin embargo, por un juego de luces y sombras ejecutado con solvencia, lo que podemos ver en las imágenes es poco, signos sueltos de una identidad desconocida, suficientes únicamente para hacernos una idea vaga del ¿hombre?, la ¿mujer?, la ¿niña? que ocultan las sombras. Y, encima de todo esto, inevitable, ese abismo tenebroso en el lugar que deberían ocupar los labios, la nariz, los ojos, estos últimos los órganos en los que más acostumbrados estamos a encontrar la humanidad de una persona, la esencia que creemos adivinar al fondo de su cristalina transparencia y que nos da la medida de su naturaleza. Pero aquí no hay nada de eso. Aquí solo hay formas anónimas, huecas, amorfas, disponibles quizá para adoptar cualesquiera rasgos que Otro programe en ellas.
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