miércoles, 22 de enero de 2014

Carlota, mi abuela [Un diario de un asesino]

mayo 11, 2008


Tenía catorce años cuando asesiné a mi abuela Carlota. No fue algo que tuviera previsto, pero es que la vieja era una necia y amargaba mi vida con sus achaques, su senectud, sus fastidiosas peroratas sobre tiempos ya pasados pero sobre todo por su insistencia en decir que yo estaba loco, que ella estaba segura de que a Camila no la había matado un carro ni se había ido. Ella aseguraba, siempre mirándome a los ojos, que yo había sido el autor de la desaparición de la desgraciada gata. Recuerdo que veía televisión una tarde cuando mi abuela empezó con su cháchara, se hallaba detrás de mi, sentada en su silla de ruedas. De espaldas a ellas acostado sobre mi pecho la escuché impasible durante un rato. Mi madre en la cocina no le prestaba la más mínima atención, puesto que ya se había convertido casi en un hábito eso de decir que yo había matado a Camila. Mientras hablaba y hablaba sin parar, gesticulaba moviendo sus nudosas manos y cambiando la entonación de su chillona voz, tanto que por momentos parecía que gritaba histérica. De pronto, su voz cambió y se dirigió directamente a mi, bajó el tono de su voz para que sólo yo pudiera escucharla y me dijo: — Se que tu mataste a la gata, eres un maldito engendro. Lo lamento por mi querido Alberto – mi padre -, pero tu no eres normal. No lo eres. Ya sin poder aguantarme, voltee hacia ella y la miré con una frialdad y un odio tales que la vieja quedó paralizada empezando a temblar. Me incorporé lentamente y me paré junto a ella, acerqué mi rostro a su oído y le susurré con un tono infantil, casi tierno: — Tienes razón abuelita, yo maté a la maldita gata. Nunca has estado equivocada. Ahora te digo algo más, tú serás la próxima. Hagas lo que hagas, digas lo que digas tú serás a quien mate la próxima vez. — Luego le di un delicado beso en su arrugada mejilla. Alejé mi rostro para mirarla y me sentí complacido al observar como la anciana respiraba agitada y sus manos temblaban visiblemente debido al terror.
— No te preocupes, — agregué, haciéndole un guiño — no te dolerá. Te lo prometo. — Luego le di la espalda y me dirigí a la cocina donde me tomé un vaso de agua helada. Estaba tranquilo, feliz. Había dado el paso decisivo que le daría sentido a mi vida y era mi abuela Carlota quien me lo había permitido. De alguna manera me sentí agradecido con la fastidiosa anciana. Debo agregar, eso si, que era ella se lo había buscado y no había marcha atrás. Era un enojoso estorbo en mi tranquila vida y además, no tenía sentido que siguiera viviendo. Ese día, mi querida abuelita había decidido su propio destino y sería yo el encargado de ese destino fuera una realidad.

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