1° Parte
Iniciar un relato donde se narren las vicisitudes de un asesino no es tarea fácil, más aún cuando se trata de las propias vivencias, del día a día personal e íntimo de quien escribe. ¿Cómo describirles lo primero que maté? ¿Qué palabras usar para contarles con mi primera víctima? Complejo, definitivamente es una tarea harto difícil, sin embargo, no estoy acá para excusarme o dar grandes introducciones, sólo estoy aquí para narrarles mis historias de muerte.
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Como dije en una oportunidad anterior, de niño siempre supe que sería un asesino serial, sin embargo esa no fue una certeza sino hasta los seis o siete años, más o menos.
Recuerdo que a esa temprana edad había en mi casa una gata, Camila, era la minina un animal adulto cuya única función en la casa radicaba en maullar constantemente pidiendo comida, recostársele a todo el mundo en busca de mimos y parir cada cierta cantidad de meses. Eso sin contar con su bendita flojera, en todas partes estaba durmiendo, pero jamás donde le correspondía, siempre se las arreglaba para terminar en la cama de cualquiera de los habitantes de la casa, llenando todo de pelos incluyendo la mía. Realmente detestaba eso.
Lo cierto es que el animal me causaba gran repugnancia – como siguen causándome todos los gatos -. El asco que nacía en mi hacia aquella gata consentida estribaba en el hecho de querer dárselas de superior, no hacía nada, no servía para, pero aún así exigía su comida como si fuese quien mantuviera la casa. Cuando mi madre la llamaba se desentendía completamente simplemente era un ser abyecto que no merecía el más mínimo respeto o consideración, tal era mi animadversión por la felina.
En una oportunidad, mi madre me pidió que la alimentara, me dio algunas sobras de carne del almuerzo, unos pellejos de pollo que había cocinado y sazonado para la bendita gata y me pidió que se la sirviera en el platillo que había dispuesto para tal fin. Salí de la cocina bastante enojado, pero sin rechistar. Soy un asesino, pero siempre respeté a mis padres.
Cogí el plato con la comida y me dirigí al lavandero, donde se le servía siempre la comida al animalejo. Eché la comida en el platillo de plástico que tenía la gata dispuesto para su alimentación. No había terminado de hacerlo cuando la felina apareció de la nada, maullando como loca con su cola levantada cual poste y sin importarle nada ni nadie.
Me quedé unos instantes observándola mientras devoraba con fruición la comida y sin saber porque se me ocurrió pasar mi mano por su cabeza. Ese simple gesto desató una furia en Camila que jamás he visto en ningún otro animal – imagino que sabía de mi repulsión hacia ella -. De manera imprevista la gata comenzó a morder mi mano, a arañarme el brazo lanzando siseos horribles, el susto hizo que cayera de espalda y lejos de tranquilizarse la gata pareció más enardecida. De un salto brincó sobre mi pecho y empezó a rasguñar mi franela con sus corvas y sucias garras. Seguía siseando de modo espantoso. Tal alboroto y el terror que me invadió hizo que empezara a dar gritos. Eran los gritos de alguien aterrado. Mis gritos hicieron que la gata se envalentonara más aún y subió por sobre mi pecho hasta llegar a mi rostro, con mis manos llenas de rasguños, arañazos y mordiscos cubrí como pude mi cara, pero sin poder evitarlo la gata logró arañarme una mejilla dejándome abriendo tres largos surcos desde la base de mi ojo izquierdo hasta la barbilla en una diagonal de líneas paralelas que aún marcan mi rostro en una fea cicatriz.
¿Qué ocurrió luego? No lo se, perdí el conocimiento. En aquel tiempo tenía yo sólo unos seis o siete años. Imagino que el terror hizo que me desmayara.
Cuando desperté estaba en cama, me sentía adolorido y mi rostro ardía muchísimo por las heridas que la gata me había inflingido.
- ¡Ya despertó!, – era la voz de mi madre – ¿cómo estas mi cielo? – preguntó en seguida mientras acariciaba mi cabeza mirándome con ojos preocupados.
- Me arde la cara mamá, – respondí con voz queda – ¿dónde está Camila? – inquirí al punto.
- No te preocupes por ella, está sedada – era la voz de mi padre esta vez.
- Me arde la cara mamá, – respondí con voz queda – ¿dónde está Camila? – inquirí al punto.
- No te preocupes por ella, está sedada – era la voz de mi padre esta vez.
Cerré los ojos pero antes de quedar dormido otra vez logré escuchar: – Que hermoso niño, aún se preocupa por el animal – era una voz que no conocía. Luego me enteré que se trataba del doctor Aurelio, el médico de la familia. Que equivocado estaba, no pregunté por Camila debido a mi preocupación.
Mi único interés se centraba en lo que haría con ella. Camila, una gata cualquiera había abierto la puerta a mi destino, a lo que sería de mi de ahí en adelante.
2° Parte
Habían pasado algunos días y me encontraba francamente bien, por lo menos en cuanto a mi estado físico. Debo agregar, además, que tenía que vérmelas a diario con una inyección anti rábica la cual – por la época – era puesta en el ombligo. Que indescriptible dolor, que espantosa sensación percibir como el agudo acero perforaba mi estómago y luego sentir como el líquido de la vacuna traspasaba mis paredes abdominales. Cada vez que veía al doctor Aurelio entrar a mi cuarto, un temblor incontrolable me embargaba. Sin embargo, jamás hice exclamación alguna de dolor, jamás proferí ni siquiera una queja. Todo lo aguanté estoicamente, cada pinchazo era una nueva carga en el peso de mi odio y resentimiento hacia Camila.
Emocionalmente estaba bastante mal, aún cuando me recuperaba normalmente de las heridas, bastaba que escuchara algún maullido de la gata para que mi piel se erizara de terror. Ese maldito animal me había provocado un estado de psicosis que me duraría unos cuantos años.
Pese a las alteraciones que sufrí cada vez que escuchaba a la gata, mi cabeza no dejaba de hacer cálculos, realizar planes y establecer estrategias. Desde el momento en que recuperé el conocimiento sólo pensaba en la manera en que mataría a esa desgraciada gata.
Una vez recuperado ya tenía en mi cabeza todo un plan para hacer desaparecer de la faz de la tierra a la gata: Primero debería ganarme su confianza, debo aclararles que la animadversión que yo sentía hacia la gata era correspondida. Es más, estoy seguro de que la muy infeliz deseaba deshacerse de mi tanto como yo de ella. En segundo lugar, debía hacer que la gata sintiera afecto por mi, necesitaba que ella sufriera al sentirse traicionada. Por último, debería diseñar la manera en que moriría de tal forma que su sufrimiento fuera mucho, yo necesitaba que su dolor fuese largo, intolerablemente largo. Ella debía sufrir de maneras indecibles. Esta último objetivo ha sido a lo largo de mis años centro de mis acciones, matar sin sufrimiento no tiene sentido, es un final vacío, sin dolor, sin sufrimiento el arte de matar no tiene fundamento.
La primera parte de mi plan fue la más difícil, Camila era un animal taimado que no se dejaba seducir por mis palabras melosas, mis intentos por acariciarla o mis constantes regalos de comida. Sin embargo, ese recelo fue cediendo poco a poco hasta que permitió que la cargara, la acariciara y la alimentara cuando lo deseaba. Mi madre, más que mi padre, se sintió feliz de ver como mi relación con el animal se había transformado en una casi entrañable amistad.
La segunda parte del plan simplemente surgió debido a la primera, al confiar en mi, la gata me regaló su cariño, cuando llegaba de la escuela maullaba emocionada, se recostaba contra mis piernas y hasta dormía en mi cama.
La tercera parte del plan fui desarrollándola a medida que las otras dos etapas se cumplían. Debía en primer término ubicar un sitio donde pudiera hacer con la gata todo lo que se me antojase. El lugar debía ser lo suficientemente seguro para que nadie pudiera escuchar o entrometerse. De igual manera me di a la tarea de buscar algunas herramientas que sirvieran a mis vengativos propósitos. Ubiqué para ello unas tijeras pequeñas de esas que se usan para jardinería, un alicate, cinta adhesiva industrial y una grapadora que estaba en el escritorio de mi padre.
Después de algunas semanas de preparativos ubiqué el sitio ideal, un terreno baldío a pocas cuadras de mi casa donde los vecinos acostumbraban a botar aparatos como televisores, lavadoras y otros electrodomésticos. Era una especie de basurero de línea blanca que me permitía ocultarme sin mayores problemas.
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Un sábado, lo recuerdo perfectamente, mis padres salieron a hacer mercado. Había llegado el momento. Busqué las cosas que habría de utilizar, las metí en mi morral de la escuela y busqué a Camila, luego de llamarla dos o tres veces apareció la gata. La tomé en mis brazos cariñosamente y salí a la calle.
En el camino Camila no dejaba de ronronear, se hallaba feliz de estar en mis brazos. Al llegar al basurero miré a los lados verificando que nadie me viera entrar ahí – previsión absurda, ¿a quién podrían importarle un niño y su gata?
Una lavadora que descansaba sobre una nevera ladeada en la tierra me sirvió de pared. Tomé a Camila entre mis manos y la lancé contra uno de los filos del dañado aparato con todas mis fuerzas. La gata no tuvo tiempo de reaccionar. Dos golpes secos fue lo único que se escuchó, uno cuando chocó contra la lavadora y el otro al caer contra el sueño. De inmediato me acerqué al animal que yacía en el suelo. Necesitaba percatarme de que estuviera inconsciente. Un rápido movimiento de sube y baja en su pecho me indicó que respiraba aún, luego de esas comprobaciones saqué todos mis utensilios del morral.
Corté un gran trozo de cinta adhesiva y procedí a envolver el hocico del animal para evitar una mordida, tuve especial cuidado para evitar tapar sus ojos o su nariz, necesitaba que Camila pudiera ver todo lo que le haría y al mismo tiempo necesitaba que siguiera respirando.
Para sus cuatro patas y sus afiladas uñas utilicé otros tantos pedazos de cinta, no necesitaba que la gata me arañase, un trozo de mecatillo me permitió atar sus patas de tal modo que no podía levantarse y menos aún correr.
Después de todos esos preliminares sólo me quedó esperar, fue así como después de unos diez o quince minutos – no recuerdo exactamente cuanto tiempo esperé – Camila despertó. Sus ojos se abrieron desorbitados y empezó a patalear tratando de moverse, sin embargo mis ataduras soportaron todo lo que hizo, yo la miraba encantado, sin embargo, ella aún no se había dado cuenta de mi presencia. Sin embargo en un momento determinado nuestros ojos se cruzaron y pude ver en su mirada el terror que yo le estaba produciendo en ese momento. Sonreí encantado, me sentía dueño del mundo.
3° Parte
Ese mismo terror, esa imagen de miedo incontrolable, ese sentirme dueño del mundo, ser amo de una vida y hacer lo que más me diera placer era una sensación que sólo asesinando he vuelto a sentir. Me agaché abriendo el morral y procedí a sacar la grapadora. Mi plan ya estaba en ejecución y parte del mismo era procurarle a Camila una muerte lo más dolorosa y prolongada posible. El maldito animal me había procurado a mi mucho sufrimiento y era mi hora de cobrarme tantas ansias y pesadumbre.
Tomé a la gata por la cola levantándola como si de una bolsa se tratase. Camila empezó a bambolearse, la observé unos instantes y me recordó a un pez fuera del agua. Con sus movimientos hizo que la soltara y calló al suelo de cabeza dándose un golpe justo en la punta del hocico. Es increíble que un gato no pueda voltearse en el aire como normalmente lo hace cuando el terror le nubla la mente. Volví a coger a la gata, esta vez con más fuerza y con mi otra mano acerqué la grapadora a su trasero. Hice uno, dos, tres intentos pero no pude conseguir que ninguna de las grapas se clavase en su grupa. Mi imposibilidad de torturarla con la grapadora hizo que una oleada de rabia y odio subiera por todo mi cuerpo hacia mi cabeza, sacudí a la gata contra el sueño con mucha fuerza, el animal pegó con uno de sus costados haciendo un sonido como el de una bolsa llena de carne. La solté y busqué en mi morral el alicate.
Procedí a tomar a la gata por el pescuezo, como hacen los veterinarios, sin embargo pude sentir que el animal respiraba mal, el golpe parecía haberle partido algunas costillas, eso me alegró sobremanera y me causó cierto alivio, tranquilizándome un poco de la rabia que me llenara hacía unos momentos.
Cuidadosamente puse las mandíbulas de la herramienta en el lóbulo de su oreja izquierda, apreté con fuerzas pero sin brusquedad, la gata abrió los ojos desorbitados, se escuchó como un gemido a través de la cinta adhesiva y de un jaló tiré arrancando de cuajo la oreja casi completa. Camila se sacudió nuevamente cayendo otra vez entre mis pies. Se me ocurrió que podía patearla pero suavemente como si de una pelota se tratara. Así estuve un rato hasta que me fastidié.
Camila respiraba agónica, ya llegaba el momento que deseaba, estaba seguro de que podría liberar sus patas sin que me hiciera daño y eso hice. Debo admitir, eso si, que sólo solté sus patas traseras, aún cuando Camila no disponía de las fuerzas necesarias para atacarme, no quería arriesgarme. Al soltar sus patas, la tomé por el pecho, apretando fuertemente entre sus patas delanteras y su estómago, efectivamente tenía algunas costillas partidas porque mis dedos se hundieron en su carne haciendo que Camila volviese a abrir desmesuradamente sus ojos. Luego de asirla firmemente con una mano, dirigí nuevamente el alicate, esta vez hacia una de sus patas traseras. Esta vez no quise ser delicado, sólo apreté con todas mis fuerzas lo más rápido que pude y halé más fuerte aún. Al suelo cayeron dos dedos de la garra de Camila. El animal se contorsionó en un espasmo de dolor y la dejé caer.
Su pelaje estaba húmedo debido a la sangre de su oreja, una gran mancha vinotinto afeaba su pelaje antes moteado. Como último acto de maldad, pisé la cara de Camila durante unos instantes, lo suficiente para hacerla patalear nuevamente. Luego sólo me alejé un paso hacia atrás y me agaché para observar como moría mi odiada gata.
No se cuanto tiempo estuve observándola, pero me quedé dormido. Al despertar, me asusté un poco, estaba algo desorientado. Al percatarme de donde estaba miré hacia el lugar donde había dejado a Camila, ahí estaba, me acerqué a ella y la palpé, cuando toqué su oreja saltó, aún estaba viva. Eso me alegró, porque ya había llegado el final. Debo aclarar, eso si, que para cuando hice todo lo que he descrito, sabía que quería matar a la gata, lo que no sabía es como lo haría. En ese instante algo me iluminó, empecé a molestar al animal hasta que sus ojos se volvieron a abrir, quería que me mirara por última vez y que supiera que era yo quien la estaba matando.
Cuando la gata notó mi presencia un extraño brillo llenó su mirada, no se si fue terror u odio, lo cierto es que me importó muy poco. Me incorporé y levantando mi pierna, la dejé caer con todo el impulso que pude sobre la cabeza de mi odiada Camila, escuché como su cráneo crujió, luego volví a repetir el movimiento y así lo repetí hasta que sólo escuché el sonido que hace un montón de carne, vísceras y huesos desechos por los golpes.
Me senté un rato, necesitaba recuperarme, estaba cansado y sumamente excitado. Tomé todas mis cosas y dejé lo que quedaba de Camila ahí. Caminé a mi casa, logré llegar justo antes de que mis padres llegaran de sus respectivos trabajos. Al entrar a casa, mi abuela me esperaba en la cocina, la saludé con un beso en la mejilla y subí a mi cuarto, necesitaba un baño.
Mientras tomaba mi ducha, escuché el carro de mi padre en el estacionamiento, me terminé de bañar, me vestí y bajé. No vi a nadie en la sala y me acerqué a la cocina, escuché las voces de mi abuela y mis padres, pero no eran normales, estaban murmullando. Me frené en seco para escuchar sin que notaran mi presencia.
– ¿Estas segura que era sangre mamá?, tu sabes que tu vista ya no es la mejor – le decía mi padre a mi abuela.
– Claro hijo, me preocupa el niño. Salió desde muy temprano con Camila y regresó sólo con esas manchas en la ropa – le respondió mi abuela.
Sin hacer ruido, subí rápidamente a mi cuarto, revisé la ropa que llevara puesta hasta hacía un rato y me pude dar cuenta de algo que ni siquiera noté. Estaba manchada de sangre por todas partes, hasta mis zapatos tenían algunas manchas de sangre.
Cogí toda la ropa, hice un ovillo, saqué otra ropa de mi cesta de ropa sucia y escondí la ropa manchada en una caja dentro de mi clóset.
Bajé nuevamente ya más tranquilo. Esa noche cenamos todos, mis padres me hablaron sobre el incidente de la sangre, y sobre Camila. Les dije que debía ser que mi abuela había visto mal. En cuanto a la gata les dije que no la había visto desde la mañana. Luego de discutir con ellos un rato los llevé a mi cuarto, vieron la ropa sucia aún tirada en el suelo, la revisaron y eso fue todo. Al día siguiente, metí la ropa manchada en mi morral y la boté en un depósito de basura a algunas cuadras de mi casa.
Mi abuela nunca más me vio con los mismos ojos, yo fastidié a todos con una falsa tristeza por el extravío de Camila y puedo decir con toda franqueza que desde ese día he sido un hombre feliz.
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